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A finales del siglo II a.C. Roma se encontraba en una nueva edad de oro. Riquezas procedentes de los tres continentes conocidos llenaban las arcas de la Res Publica y de las familias patricias. Mientras los pequeños propietarios se arruinaban debido a los cada vez más largos períodos de servicio militar.
Dos guerras, una al sur contra Yugurta el rey de los númidas, y la otra contra cimbrios y teutones que descendieron de las frías tierras del norte de Europa, ponían en peligro la propia existencia de Roma. La negligencia y corrupción generalizada de la clase política, hicieron que el pueblo confiase en la llegada de un “hombre nuevo”.
Pese al triunfalismo que adorna la cita de Dión Casio, las Guerras Marcomanas supusieron para el ejército romano imperial un enorme desafío, que solamente lograron superar después de elevadas pérdidas, llegándose en alguna ocasión a rozar el pánico y la desesperación cuando los invasores danubianos llegaron demasiado cerca de Atenas y Roma. Las guerras que sostuvieron los emperadores de la dinastía Ulpio-Aelia al norte y al sur del río Danubio provocaron grandes cambios en la organización militar y política del Imperio Romano.